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Juventudes: Estar y Ser Indígena maya, el camino hacia el hacer

Por: Marlon Noé Sotz

Yo nací Indígena, pero advertí mi identidad hasta dos décadas más tarde. Desde niño ponía, o a menudo ponían por mí una X o marca en el espacio de Indígena, a la par del recuadro de ladino o mestizo, para identificar mi etnia (en los exámenes, en el centro de salud, en mi inscripción de nacimiento, en los censos, en la universidad). Pero no entendía nada sobre aquello que se formaba en mi conciencia y que se plasmaría en mis actitudes. Pensaba que quizás tenía que ver algo con mi color y aspecto, mis contornos duros, marcados, mi pelo negro o mis labores en el campo. No estaba seguro de ello. De lo que sí tenía certeza era que encajaba mejor en aquel recuadro de Indígena. Sea de las ideas que decía la maestra en la escuela, en mi casa, en la tele o en la calle, estaba en el recuadro de Indígena, no había otra opción. Allí encajaba dentro del ápice de: etnia, pueblo o raza. Interioricé sin mucha singularidad y con normalidad, y entonces, me denominaba como Indígena sin saber nunca lo que significaba serlo, sin asumirlo con conciencia.

En mi familia, no recuerdo que mi mamá, papá o alguien más, nos hablara en Kaqchikel. Excepto mi abuela materna, quien era la única que se comunicaba en este idioma con nosotros. No se hablaba sobre historias ancestrales, contadas por nuestros abuelos o abuelas. A veces, hablábamos sobre espantos, ánimas, espíritus, oraciones, pero no de nuestras historias; es más, siempre se demeritaba o menospreciaba toda forma de pensar, vivir o revivir aquello que no estaba presente, como el idioma Kaqchikel, el respeto a las ceremonias mayas, el tiempo del calendario maya, los saberes sobre cuidados ancestrales, las prácticas comunitarias, etc.

Para mí y mi familia, esas formas de vivir eran algo ajeno. Había una ausencia en la vida que no parecía evidente. En mi casa se habla en español, se vive conforme al tiempo consagrado en el calendario gregoriano –navidad, semana santa, vírgenes marías y jesuses, de muchos nombres, una feria, la independencia, día de los muertos y santos- jornadas laborales, rutinas escolares oficiales, y se buscaba el sentido de la existencia del mundo en una moral ocupada por la biblia y la doctrina católica.

En la escuela era lo mismo: el estrecho de Bering, la esplendorosa y antigua civilización maya, la extinción de su mundo, las carabelas y don Cristóbal Colón, religiones politeístas, paganas, barbarie, don Pedro de Alvarado y los héroes de la conquista, la colonia, las figuras de la independencia y el indio. Fechas y personajes con apellidos españoles. En fin, los temas generales de los libros de texto usados en Guatemala. Nunca escuche la versión de quienes fueron vencidos: nosotros los indios.

En mi recorrido por la escuela, desde la escuela primaria, siguiendo la educación básica, el diversificado e incluso la universidad, no aparecemos en la historia oficial; se nos da muy poca importancia, o aparecemos como sujetos pasivos, víctimas muchas veces, pero nada más. La época que nos incluía con exclusividad era la de la violencia: nombres, muchos nombres de muertos, desaparecidos, secuestrados, torturados, con apellidos en idiomas mayas. En ese pedazo de la historia aparecemos de una manera silenciada e impune. Aun así, he aprendido que estuvimos presentes de otras formas, no sólo durante la guerra sino en otros acontecimientos que nos parecen tan ajenos, lejanos y distantes, y que, a medida que nuestras voces de resistencia se alzan, nos reivindica con un papel importante, con una lucha que he tomado como propia.

Mi llegada a la universidad fue casi un privilegio, no estaba contemplada dentro de mis planes al ser hijo de una técnica en salud rural y un campesino, una fila de espera de mis siete hermanos y ochenta y dos kilómetros de la Ciudad de Guatemala, donde quedaba la universidad. Ingresé a la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de San Carlos, espacio donde la descomposición académica y ética pueden llegar a sus expresiones más frívolas. Me refugié en la Biblioteca de la Universidad, acompañado de libros de Guzmán Böckler, Marta Elena Casaús, Miguel Ángel Asturias, Severo Martínez Peláez, Figueroa Ibarra, Eduardo Galeano, el Pop Vuh, el Memorial de Sololá, el Rabinal Achí; y de ahí, decidí estudiar en la Escuela de Ciencia Política.

Elegir esta carrera, me abrió la posibilidad a una variedad de campos de conocimiento en las ciencias sociales, aprender de la historia, practicar la crítica e involucrarme en el movimiento estudiantil. Adopté nuevas visiones sobre la realidad -con teoría política occidental al principio- y posteriormente, desde otros autores: Boaventura de Sousa Santos, Aura Cumes, Gladys Tzul, Dorotea Gómez Grijalva y mediante epistemologías del sur, desde la política comunitaria y las experiencias políticas de movimiento social Indígena comunitario.

Mis experiencias en el movimiento estudiantil gestado alrededor de la recuperación de representaciones estudiantiles como la Asociación de Estudiantes Universitarios, fue para mí un espacio de reflexión, formación y acción política dentro del movimiento estudiantil. Desde ahí pude redefinirme en un entorno de diversas conversaciones, discusiones y diálogos sobre muchas de las reivindicaciones y temas presentes en distintos espacios: la defensa del territorio, la identidad y espiritualidad maya, la memoria histórica, el racismo, lo movimientos de mujeres por la igualdad de derechos, las formas de violencia contra las mujeres (tal como el el acoso y hostigamiento sexual, la dominación masculina y el sistema patriarcal, la ideología sexista y las prácticas machistas), así como las desigualdades sociales y las relaciones de poder altamente asimétricas, las luchas de los movimientos de la comunidad LGTBI, la niñez, la juventud, los movimientos ciudadanos por la transparencia y en contra de la corrupción, entre muchos otros.

Sin embargo, me percaté de que hablar y discutir sobre lo comunitario, lo Indígena, la lucha de los pueblos originarios desde el campus universitario o desde la metrópoli era y continúa siendo una huida auténtica, una ausencia que no se llena, una tinaja vacía sin la experiencia vital y cotidiana de la comunidad. Es ensombrecer las voces que se alzan desde ahí y solapar problemas sustanciales. Por lo tanto, es una construcción incompleta.

Fue en ese momento cuando asumí con plenitud de conciencia y pensamiento, el ser Indígena. No solo estaba Indígena. Ahora era Indígena. Soy un indio, ¡y que! Soy joven maya-kaqchiquel. Es una declaración voluntaria no desde una página en blanco; sino anclada en todo ese soporte de memoria colectiva, historia y flujo ancestral que ello implica y que había aprendido. Asumí serlo en forma auténtica.

Este acto de autorreconocimiento, representa una actitud reflexiva y crítica frente a nuestra individualidad, al mundo, a la naturaleza, a nuestra familia, nuestras amistades, frente a los adversarios. Es también para mí una posición política, epistémica, humana, ética que se encuentra entre el recorrido de formación, la toma de conciencia sobre mi identidad como sujeto de derechos de forma individual y colectiva; ahora, desde mis experiencias cotidianas en la comunidad. Es una consecuencia de la necesidad de escuchar, de aprender y de gritar desde voces propias.

Aún con la plena conciencia de ser Indígena, este acto de asumirme como tal y reconocer mi identidad estaba vacío. Este sentido de ser y de pertenecer a un pueblo, a una comunidad, sin estar y hacer en el pueblo y en la comunidad, le quita toda autenticidad. De ahí que volví, después de seis años aproximadamente a mi comunidad, Chixot, a abrirme a experiencias de vida que estaban allí presentes, gestándose desde hace mucho sin que me diera cuenta. Volví a participar en varios espacios comunitarios desde mi reconocimiento, como ser maya-kaqchikel, y a reconstruir y sanar una identidad quebrada.

Mi experiencia relata una vivencia que cientos de jóvenes Indígenas experimentan en el recorrido hacia el autorreconocimiento y del desafío que ello representa, tanto para aquellos que nos encontramos en una situación más privilegiada con acceso a la educación como para aquellos que no la tienen, y que están y viven en nuestras comunidades, que se enfrentan a instituciones e instancias tradicionales productoras y reproductoras de principios, discursos y prácticas de colonialidad del saber y del poder, como la familia, la escuela, la iglesia, y el mismo Estado. Estos espacios, impiden el florecimiento del autorreconocimiento desde las visiones mayas ancestrales y las luchas que ello implico, y ponen al descubierto la transición hacia el punto de reflexión y encuentro sobre el ser Indígena maya. Esta toma de conciencia, esta convergencia entre el estar, ser y hacer de la existencia humana como sujeto de derechos perteneciente a un pueblo maya, es fundamental.

¿Qué podemos hacer para facilitar este proceso de reconocimiento de quiénes somos? Es imperativo crear y recrear espacios locales, comunitarios y permanentes de formación, diálogo y encuentro, desde lo maya, recuperando o revitalizando la sabiduría y espiritualidad, el arte y saberes, la memoria histórica y las resistencias que promuevan la autorreflexión de nuestra identidad para asumirla con plenitud de conciencia, memoria y actitud, y seguirla construyendo y reflexionando desde las prácticas vitales comunitarias. Debemos buscar aquellos espacios que contribuyan a cambiar la vida cotidiana material y de conciencia de nosotros la juventud maya, así como asumir el desafío de abrirse a la reflexión de las demandas y luchas de otras resistencias para entrelazar esfuerzos colectivos. Este proyecto crítico desde nosotros y nosotras, jóvenes mayas, es un hito impostergable que ya ha comenzado.