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Relato ganador del Concurso: «Rompiendo el Círculo de la Violencia contra la Mujer»

Por: María Elena Ponciano

Ser sobreviviente de la violencia de género, me permite hoy, contribuir a la orientación, ayuda y capacitación a otras mujeres que se sienten atrapadas en este angustiante callejón de la vida y promover la erradicación de todas las formas de violencia que nos aqueja  a través de los medios que sea posible.

Ésta, es mi historia.

Quizá fui una de las últimas novias que se robaron, aún cursaba la carrera de diversificado. La boda fue pronto y aunque sólo tenía 18 años, asumí el rol de esposa con toda la responsabilidad que esto conllevaba. Entre la demostración de sus sentimientos y la confianza que aumentaba poco a poco, la fuerza real de su carácter se fue notando y fueron naciendo expresiones frías, burlas y pequeños abusos que me hacían sentir mal. Su  prepotencia aumentaba y me hacía sentir más pequeña e inútil, menos importante, menos merecedora de sus sentimientos, de su atención, y de él.

Esos gestos dulces de pareja, desaparecieron en un agitado mar de indiferencias, gritos, insultos y  agresiones que dolían. Su furia estaba tan resuelta y desatada que una noche navideña, me golpeó el rostro y partió mi corazón. No hubo cena, abrazo, ni bendición alguna, solo angustia y dolor entre una amarga frustración. Alquilábamos una pieza en una casa para inquilinos. La mañana siguiente, no me dejó salir de la habitación para ocultar la evidencia de sus maltratos. Ese día, estuvo muy dulce y cariñoso, y hasta lloró mostrando su arrepentimiento.  No quiso que visitara a mi mamá, alegando que lo haría quedar mal delante de ella, así que nos quedamos en casa.

Los días transcurrieron en una extraña calma, igual a la que sobreviene después de un fuerte sismo pero, como un círculo que termina y se repite, los roces y los malos tratos se reanudaron. Entre ese ir y venir de agresiones pude volver a estudiar el año siguiente, mismo en el que quedé embarazada de mi primer hija. Me realicé como madre en un ambiente hostil y machista con un aumento de agresiones y el sinsabor de la infidelidad y, ¡cállate! porque el hombre es hombre, ¿no?

A todo esto se sumaron las amenazas, intimidaciones, con aumentos desmedidos de golpes y poco dinero para el gasto que además llegaba a cuentagotas, lo que me forzó  a salir con mi hija en brazos a vender mis pocas joyas para comprar leche y alimentos.  A ello le siguió alquilar una casa y trabajar ahí cuidando de mis hijos que ya eran dos y atendiendo pensionistas. Claro, el día en que ellos pagaban, él arrebataba todo el dinero dejándome sin nada; con esto pagaba los gastos y servicios, exigiendo cada día más.

Mi vida sentimental ya no existía y los años continuaron entre tormentosos hechos violentos de toda índole: sexual, patrimonial, económica, psicológica, moral, emocional y familiar; bajo el recordatorio constante de que el matrimonio es para siempre y cada quien se aguanta con  lo que le tocó, ante una sociedad que de pronto nos hace sentir merecedoras de tales sufrimientos, donde los gritos de auxilio se extinguen ahogados en un corazón que lucha por no morir en manos de su agresor.

Mis estudios quedaron en el limbo, él me alejó de mi familia, de mis amistades y demás espacios que no fueran la casa y la iglesia, donde él  mostraba  su máscara de “buen hombre”, con la misma sonrisa sarcástica con la que me afirmaba, que si yo decía algo, nadie me creería. Sin embargo dentro de mí, ya había tomado firmemente una decisión. Una noche, cuando ya  todos dormían, le dije que me divorciaría,  que ya eran 13 años de violencia y que los hijos ya padecían de sus arrebatos también, lo cual era totalmente inadmisible. Aún no había terminado de hablar cuando él se me vino encima a golpes y comenzó a amenazarme, de tal forma en que necesité acudir al hospital para ser atendida a causa de la golpiza que me propinó.

En medio de aquel angustiante dolor, sentí un primer rayo de esperanza, esa luz de esperanza que te hace sentir que no estás sola y que la posibilidad de volver a sonreír existe. El personal médico que me atendió, me orientó para denunciar este atropello y me dijeron que recibiría pronta ayuda para mí y mis hijos con respecto a la protección legal y policíaca que necesitáramos. Del hospital, salí rumbo a la estación de policía a denunciar los hechos y me encaminé al juzgado de familia, donde tomaron nota de todo lo sucedido. Volví a casa con un documento que exigía que el agresor saliera en un tiempo estipulado en base a la ley y con un documento para mí, donde se me brindaban medidas de protección policial.

Esas horas que le dieron para irse de casa, fueron las más eternas y decisivas, ya que sus ruegos fueron constantes para que retirara la denuncia y no lo separara de sus hijos. Lloraba y se mostró como víctima ante los niños haciéndome  sentir responsable de que nuestro hogar se destruyera y de lo que  a él pudiera pasarle. Aquí es donde somos sometidas al crisol de la prueba, ante los ruegos y esa petición de una “última oportunidad” que ya hemos escuchado muchas veces, para que al final, todo sea peor que antes. Este momento es crucial, no hay nada más qué hacer, sino terminar con ese círculo de violencia de género, donde la palabra oportunidad ya está tan desgastada y cansada. Mi prioridad era vivir en paz y tranquilidad, junto a mis hijos, así que el proceso judicial continuó.

Recibí entonces, una invitación para asistir a una capacitación contra la violencia intrafamiliar por parte del Comité Ejecutivo del Centro de Justicia de Quetzaltenango. Ésta coincidió con el día de mi cumpleaños y fue un regalo de nueva vida para mí. Ese día, asistimos muchas mujeres, y fue sorprendente ver que éste flagelo no respeta edad, etnia ni clase social. Al ingresar a la capacitación, nos dieron un folleto con toda la información y orientación necesaria; conforme la exponente hablaba, todas sentíamos que estaban relatando lo que habíamos sufrido, debido a que el agresor siempre presenta los mismos patrones de conducta. Ese día reafirmamos nuestra decisión y nuestra autoestima recibió fortaleza.

Días posteriores, se levantó el acta de separación voluntaria, con fijación de pensión alimenticia y demás requisitos legales establecidos. Junto a  mis hijos recibimos orientación psicológica a fin de sanar todas las heridas emocionales sufridas.  Continué trabajando en casa y entre los horarios escolares, trabajé como consejera de ventas de productos por catálogo y finalmente, año y medio después, obtuve el divorcio, recuperando mi autoestima y mis sueños.

Pasados 23 años, retomé mis estudios y el año pasado cerré pensum de Licenciatura en Psicología en el CUNOC.  Ahora soy Psicóloga, fotógrafa, poeta, abuela y sigo soñando. Nadie puede decirnos que el matrimonio es para siempre, cuando lo que vivimos es un infierno de tortura y violación. La ley y entidades de protección están con nosotras.

Todo es posible cuando dices ¡YA BASTA!, actúas y denuncias. Recuerda que las malas palabras, la indiferencia, los desprecios y la traición, duelen  también, así que no pienses que la violencia es solamente física.  “¡Levántate mujer, tú puedes! Ya rompe el círculo de tu tormento, que no es amante aquel que besa y luego agrede, ni aquel que aplasta virtudes con machismo”.